En los últimos días, hablando de responsabilidades en la actual crisis griega, no ha faltado quien ha dicho que la culpa, en el fondo, es del pueblo, pues la historia se encarga de que, con el tiempo, cada pueblo tenga lo que se merece. Esta conclusión, a la que estoy dispuesto a conceder un fondo de verdad, necesita no obstante que sean demarcadas con precisión las líneas que la separan de la frivolidad y del cinismo.

 

Está claro que, para que haya corruptos, ha de haber corruptores, y que unos y otros pueden hallarse entre las filas del “pueblo”. Culpable es el empresario o el banquero que corrompe al político o al funcionario, y culpable es el político o el funcionario que se deja corromper por el empresario o el banquero. Culpable es el político que da trabajo en la función pública a cambio de votos y culpables son quienes dan su voto a cambio de trabajo en la función pública. Culpables quienes sumen al país en repetidos escándalos y culpables también quienes reeligen a estos mismos con pasmosa imprudencia y contumacia. Y así sucesivamente.

 

Pero cada acción tiene detrás a un responsable. Y culpar al “pueblo” en su conjunto de los desastres derivados de la actuación irresponsable, inmoral y alevosa de quienes han sido democráticamente elegidos para ejercer el poder y procurar el bien común es diluir demasiado las responsabilidades.   El pueblo es mucha gente, y en el pueblo griego hay mucha gente honrada que sobrevive día a día con salarios muy bajos sin cometer delitos y sin prevaricar en los deberes más o menos modestos que se le confían. Hay muchos jóvenes muy cualificados que saben que nunca tendrán un trabajo acorde con el esfuerzo que su preparación ha requerido. Hay muchos padres que crían y educan a sus hijos teniendo que pagar por prestaciones básicas que deberían recibir del Estado a cambio de sus impuestos y que no reciben. Hay mucha gente de buena fe que confía en las palabras de sus dirigentes y que es sistemática e impunemente engañada por éstos. Hay muchas voces que tienen cosas importantes que decir y que no encuentran más cauce que el voto y la protesta callejera. Y así sucesivamente.

Acepto que, en una democracia, todos tenemos responsabilidad. Acepto que la reforma más necesaria es, en el fondo, la de la perversidad de cada uno. Pero no acepto que los pueblos del mundo tengan en nuestros días la suerte que merecen. No la tienen los pueblos de África, ni los de Asia, ni los de América, ni tampoco los de la civilizada Europa. No creo que sean los pueblos los “culpables” directos de su suerte. A no ser que lo sean del modo en que, en los crímenes, las víctimas también tienen a veces parte de “culpabilidad” en su trágica suerte.

Estos últimos días, en la calle Stadiou, frente a la sucursal bancaria donde ocurrió la tragedia, el “pueblo” pasa y deposita sus mensajes anónimos, sus oraciones, sus flores y sus velas, a la memoria de las víctimas que, a manos de unos energúmenos, murieron allí el día de la huelga general cuando se hallaban en su puesto de trabajo, quién sabe si por voluntad propia o ajena. Un gesto de “culpabilidad”.

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