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Hace ahora casi dos mil quinientos años, cuando la democracia daba sus primeros pasos firmes en Atenas, Sófocles expuso ante sus conciudadanos, desde el espacio público del teatro, el conficto de una princesa que se opone a la ley y al poder para dar sepultura a su hermano muerto. Con ello, al tiempo que nacía la Democracia, nacía también una pregunta llamada a convertirse en un interrogante eterno: ¿Es la ley la justicia?
En el fondo, toda la polémica sustentada en torno a la cuestión de Cataluña refleja, una vez más, ese eterno conflicto existente entre la ley y la justicia. La ley es un precepto de obligado cumplimiento que una autoridad establece para regular, imponer o prohibir una cosa; y –en el mejor de los casos– puede coincidir con la justicia; pero no es la justicia: es tan sólo un intento de hacerla definida, que se perfecciona, precisamente, en su afan de aproximarse a ella. Ésa es la razón por la que el estado de derecho que la democracia genera no se agota en la formulación y la obediencia de las leyes, sino que reconoce también la posibilidad de cuestionarlas para tratar de hacerlas más acordes al interés común y a los valores éticos que fundamentan la propia democracia. O dicho de otro modo: ésa es la razón por la que las leyes mejoran gracias a que existen entre los ciudadanos personas valientes con cualidades éticas y sentido de la justicia superiores a los de las leyes en vigor.
Quienes defienden, pues, acrítica y irreductiblemente la Constitución, están, sin duda, defendiendo la ley, pero no por ello es seguro que estén defendiendo también la justicia. Hay que reconocer que la Constitución Española, en ese delicado punto de su Artículo 2 –redactado concienzudamente por los Siete Padres para blindar la indivisibilidad de España desde su propia ley fundamental–, entra en conflicto con el Derecho Internacional y niega a las naciones –o “nacionalidades”– de España el derecho de autodeterminación mediante referéndum que aquél les reconoce.
Uno puede estar globalmente de acuerdo con la Constitución, y desearla –pese a sus deficiencias– como un marco legal para la convivencia democrática. Pero, ¿seguiría estándolo plenamente si uno de sus artículos fundamentales denegara lo que el Derecho Internacional le reconoce? ¿Seguiría estándolo por completo si, llegado el caso, uno de sus artículos contraviniera los Derechos Humanos? Da que pensar. No se puede ser totalmente absoluto en la defensa de ninguna ley: hay que tratar de ver dónde está la justicia.
Desde 1960, la Organización de Naciones Unidas reconoce a todos los pueblos el derecho a la libre determinación (Resolución 1514 (y 1541), en la que España, por cierto, se abstuvo de votar), derecho que también ratifican los Pactos Internacionales de Derechos Humanos (PIDCP, 1966, ratificados por España año y medio antes que la Constitución) y que, con el tiempo, ha adquirido carácter de erga omnes (“aplicación universal”) e, incluso, de ius cogens (“norma imperativa de derecho internacional general”).
Por eso pienso que, desde el principio, la solución al problema hubiera sido –y sigue siendo ahora, por mucho que lo dificulten los intereses, los hechos y los ánimos– la celebración de un referéndum verdaderamente democrático: con censo, protección de datos, neutralidad institucional, observadores internacionales, garantías en el proceso y escrutinio, información veraz, serenidad y asuencia de acoso mediático. En dos palabras: un referéndum democrático. Ésa es la vía que el Derecho Internacional establece para el ejercicio del derecho de autodeterminación. Celebrar un referéndum y aceptar serenamente el resultado. Sólo así sabremos que la fuerza que nos une o nos separa es exclusivamente la de la convicción. Eso es lo democrático.
Y, si no se ha hecho –o si no llega a hacerse–, es por una única razón, digna de oprobio: porque su celebración no garantiza de antemano el resultado que desea ni una ni otra de las dos facciones, radicalizadas y cobardes, que alimentan desde hace años este peligroso juego.

Lea AQUÍ el artículo, publicado en CTXT (11/10/2017)

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